viernes, 21 de junio de 2013

¿CONOCE ALGUIEN EL AMOR?


 
¿Conoce alguien el amor?[1]
¡El amor es un sueño sin fin!
Es como un lánguido sopor
entre las flores de un jardín...
¿Conoce alguien el amor?

Es un anhelo misterioso
que al labio hace suspirar,
torna al cobarde en valeroso
y al más valiente hace temblar;

es un perfume embriagador
que deja pálida la faz;
es la palmera de la paz
en los desiertos del dolor...
¿Conoce alguien el amor?

Es una senda florecida,
es un licor que hace olvidar
todas las glorias de la vida,
menos la gloria del amar...

Es paz en medio de la guerra.
Fundirse en uno siendo dos...
¡La única dicha que en la tierra
a los creyentes les da Dios!


La palabra “amor”, ¡Qué palabra tan frecuente en nuestros labios! Una palabra pronunciada como un beso, bella en todo idioma: love en inglés, amour en francés, amore en italiano… en ruso se dice suavemente liubof. La usamos para expresar nuestro sentimiento hacia los padres; la inculcamos en nuestros hijos; otorgamos el amor con singular generosidad al novio/a, esposo/a o compañero/a de vida; lo compartimos con amigos y amigas del alma. Pero a veces somos tan frágiles, inconstantes y veleidosos en ese amor que la palabra pierde su credibilidad. Tal vez por eso ya pasa de moda decir “te amo”, pues ni nosotros nos creemos. Los sentimientos humanos, salvo unos pocos, suelen ser pasajeros y débiles; y el amor, como sentimiento y no como convicción, es uno de ellos. 

Es curioso constatar que por primera vez aparece en la Biblia la palabra “amor” no referida a un ser humano sino a Dios, porque indudablemente Él tiene tal sentimiento en grado superlativo y perfecto. Es en el pasaje donde el patriarca Abraham negocia con Dios la salvación de la ciudad de Sodoma, en procura de que no sea destruida por Jehová a causa de su maldad. Abraham le dice al Señor: Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él?” Dios responde: “Si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo este lugar por amor a ellos.”[2] Contrariamente a lo que muchos mal interpretan, el Dios que nos presenta el Antiguo Testamento es un Dios que ama y es el mismo al cual se dirigió Jesús, llamándole Padre.  

El Dios invisible de Abraham, un Dios que no se puede representar de modo visible o como icono cual lo hacían los antiguos pueblos paganos, es un Dios con sentimientos de amor y compasión. Se hace Amigo del hombre y siente amor por él: “Y se le apareció Jehová aquella noche [a Isaac, hijo de Abraham], y le dijo: Yo soy el Dios de Abraham tu padre; no temas, porque yo estoy contigo, y yo bendeciré, y multiplicaré tu descendencia por amor de Abraham mi siervo.”[3] Incluso, por amor, es capaz de cambiar sus planes,[4] guardar fidelidad hacia Sus seguidores,[5] perdonarlos y amarlos como lo hizo con el rey David,[6] hace proezas y grandes obras[7]    También, a diferencia de muchas personas que no tienen un buen auto concepto, Él muestra que se ama a Sí mismo cuando responde al clamor y llanto del rey Ezequías por su pueblo: “Y añadiré a tus días quince años, y te libraré a ti y a esta ciudad de mano del rey de Asiria; y ampararé esta ciudad por amor a mí mismo, y por amor a David mi siervo.”[8]  

El amor de Dios no es un amor permisivo. Muchas veces Él castiga el mal comportamiento[9] y disciplina, pues se complace en la justicia: “Jehová se complació por amor de su justicia en magnificar la ley y engrandecerla.”[10] Mas la principal característica del amor de Dios es Su misericordia, esa capacidad de compadecerse de los dolores y miseria humana. Su amor no es finito como el nuestro, sino eterno. El profeta Jeremías confiesa: Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia.”[11] 

En el Nuevo Testamento, ese AMOR de Dios con mayúsculas, es dado a conocer primeramente por Jesucristo, quien dice: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.”[12] El amor nace en el corazón de Dios; Jesucristo, el Hijo, ama al Padre y el Padre ama al Hijo: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor.”[13] Jesús reprendió a los fariseos no tener el amor de Dios en sus corazones: “Mas yo os conozco, que no tenéis amor de Dios en vosotros.”[14] El amor Divino es transmitido a Sus seguidores: “Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.”[15] Será el distintivo de ellos: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”[16] Jesús enseña que la mayor muestra de amor es la entrega de la vida: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.”[17] Esta aseveración es más que una linda frase.  Él la confirma con su propia vida, entregándose al cruento sacrificio de la cruz en el monte Calvario, en Jerusalén; un sacrificio de AMOR por todos los pecadores.  

¿Conoce alguien el amor? Sí, el verdadero amor puede ser conocido en Jesucristo que dio su vida por nosotros. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” [18]




[1] Poema de Francisco Villaespesa, poeta español de la generación del 98.
[2] Génesis 18:24-32
[3] Génesis 26:24
[4] Deuteronomio 32:36
[5] 2 Samuel 15:20
[6] 1 Reyes 11:12,13; Salmos 25:11
[7] 1 Crónicas 17:19
[8] 2 Reyes 20:6
[9] 1 Crónicas 16:21
[10] Isaías 42:21
[11] Jeremías 31:3
[12] San Juan 15:10
[13] San Juan 15:9
[14] San Juan 5:42
[15] San Juan 17:26
[16] San Juan 13:35
[17] San Juan 15:13
[18] 1 Juan 4:10

martes, 11 de junio de 2013

EL VERDADERO YO




¿Quién soy yo? Es la pregunta que se hace el hombre o la mujer, por lo general en la juventud, cuando comienza a descubrir que es una persona diferente de sus padres. Hasta ese momento siente, piensa y actúa como ellos le enseñaron, pero cuando surge esta interrogante ¿soy yo éste?, la vida se complica pero sí se vuelve muy interesante, pues se inicia en la persona una de sus más bellas aventuras, la búsqueda de su identidad. Una de las maravillas de la psicología humana es la unicidad del ser, es decir esa característica que tiene cada persona: ser distinto a todos los demás. Dios nos ha hecho a cada uno diferente, con nuestros propios dones, intereses y estilos de ser. De allí la multiplicidad de pensamientos, formas de vivir, filosofías y sentimientos, aquello que la Biblia llama “la multiforme gracia de Dios” [1]

Este dilema del ser está presente desde las primeras páginas de la Escritura, porque es un problema humano. El rebelde Caín, cuando Dios le pregunta por su hermano Abel, le responde insolente “No sé ¿soy yo acaso guarda de mi hermano?” [2] Como hijo mayor debía cuidar de Abel, pero hizo todo lo contrario y lo mató por envidia. Caín no aceptó el ser que Dios le asignó y su destino fue peregrinar lejos de su Creador.

¡Qué diferente la actitud del anciano Abraham, el padre de la fe, quien delante de Dios se considera muy poco: “soy polvo y ceniza”[3] O la actitud de su nieto Jacob, el que después sería nombrado Israel, cuando temiendo el ataque violento de su hermano Esaú, expresó al Señor: “menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo”[4]

En esta vida podemos considerarnos pasajeros, de paso, como Moisés, que dio por nombre a su hijo Gersón, porque dijo: “Forastero soy en tierra ajena.”[5] Y se veía a sí mismo como muy débil e incapaz de cumplir la misión que le encomendó Jehová, de libertar a su pueblo del yugo egipcio: “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua.”[6] “He aquí, yo soy torpe de labios; ¿cómo, pues, me ha de oír Faraón?”[7]

Pero hay también hombres que, por circunstancias de la vida, ocupan cargos de autoridad y se ven a sí mismos como poderosos señores, como el Faraón que protegió y delegó su autoridad en el visionario hebreo José: “Yo soy Faraón; y sin ti ninguno alzará su mano ni su pie en toda la tierra de Egipto.”[8] Este José era un hombre muy sabio, tratado en el sufrimiento, justo, amoroso, perdonador de sus hermanos que lo vendieron cuando niño a unos mercaderes, inteligente en el gobierno y lleno de fe en Dios. De su padre, el anciano casi ciego Jacob, recibió la bendición que comienza con estas palabras: “El Dios en cuya presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que me mantiene desde que yo soy hasta este día”[9] ¿Desde cuándo somos? Desde que somos embrión en el vientre de la madre. En el camino de la vida deberemos descubrir quiénes somos.

Encontramos en el Pentateuco, es decir los cinco primeros libros de la Biblia, 68 veces la palabra “soy”, de las cuales 46, casi el 70%, se refieren a Dios. Siendo el propósito de las Sagradas Escrituras dar a conocer al Ser Superior, esto es muy lógico. En dichas palabras Él se revela al ser humano como el Único que se conoce a Sí mismo desde siempre: “Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.”[10] Estas palabras “YO SOY” se han traducido en la Biblia por Jehová.

Cuando Abraham tenía noventa y nueve años, se le apareció Jehová y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto.”[11] Ser perfecto es ser moralmente adecuado o santo. Dios se muestra a él como un Ser con propósitos en la historia humana: “Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas de descender a Egipto, porque allí yo haré de ti una gran nación.”[12] Él es el Creador del ser humano: “¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová?”[13] Interviene en la Historia y quiere libertar a la raza humana de toda esclavitud: “Yo soy JEHOVÁ; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes” [14] Entrega normas de conducta y promete salud a sus seguidores: “Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu sanador.”[15] Llama a apartarnos del mal para ser como Él; el significado básico de santidad es “ser apartado”: “Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos.”[16] Aborrece de la idolatría a cualquier dios falso o imagen de ellos: “No te inclinarás a ellas ni las servirás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso”[17]

¡Qué diferencia tan grande hay entre este SER SUPERIOR y nosotros, los seres creados por Él! A pesar de que hemos sido hechos “semejantes” –no iguales- a Él, somos intrínsecamente débiles y necesitados de nuestro Padre Creador. Descubrir esta esencia de nuestro ser es la más grande revelación; entender que necesitamos de Dios, que sin Él nuestra vida no tiene sentido. Tal descubrimiento nos acercará a otra faceta del mismo Dios: la persona de Jesucristo, Dios hecho Hombre para nuestra liberación. Quien entrega su vida a este Ser Superior disfrutará de la más profunda satisfacción, todos sus anhelos espirituales serán saciados; todas sus preguntas y dudas serán respondidas por Aquél que vendrá a habitar en su interior: Dios Espíritu. Y así podrá, al término de su vida en esta tierra, decir como el poeta:  
 

YO NO SOY YO[18]

Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera. 
 

¿Cuál es el verdadero yo del hombre? Jesucristo es la identidad que Dios ha programado para nosotros en la eternidad. Sólo Él puede saciar la sed de identidad y eternidad que hay en el corazón del ser humano. En el último libro de la Biblia, Apocalipsis, el apóstol Juan registra estas palabras de Jesús Resucitado: “Hecho está. YO SOY el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida.”[19] X

 


[1] 1 Pedro 4:10
[2] Génesis 4:9
[3] Génesis 18:27
[4] Génesis 32:10
[5] Éxodo 2:22
[6] Éxodo 4:10
[7] Éxodo 6:30
[8] Éxodo 3:11
[9] Génesis 48:15
[10] Éxodo 3:14
[11] Génesis 17:1
[12] Génesis 46:3
[13] Éxodo 4:11
[14] Éxodo 6:6
[15] Éxodo 15:26
[16] Levítico 20:26
[17] Deuteronomio 5:9
[18] Juan Ramón Jiménez, poeta español, Premio Nobel de Literatura 1957.
[19] Apocalipsis 21:6

martes, 4 de junio de 2013

EL CAMINANTE Y SU CAMINO.


 
"Camino en otoño" fotografía de Carla Liendo.

 
Dice el gran poeta español Antonio Machado en uno de sus Proverbios y Cantares.


Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.

Estos versos hablan de la imposibilidad de saber con certeza cuál será nuestro camino por esta vida. Seguimos una ruta pero ciertamente no sabemos por donde nos llevará la vida. En el poema hay un personaje, un escenario y una acción, de donde surge la reflexión lírica: el caminante, el camino y el acto de andar. Así es la vida, somos caminantes de un sendero que escogemos y que nos dirige hacia un fin cierto, no tan incierto como piensa el poeta.

En los cuatro evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) aparece 64 veces la palabra camino. En varias oportunidades Jesús se refiere a dos caminos o senderos que puede seguir el hombre: uno es el camino que lleva a perdición y otro a la vida eterna.

Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; / porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.”[1]

Los viajes de una ciudad a otra se hacían generalmente a pie por caminos no habilitados, como los hechos por los romanos, y más bien se hacían solos, de tanto pisar esas rutas. Jesús les da indicaciones a sus apóstoles de cómo deben ir por los caminos anunciando el mensaje del Reino de los cielos, que no fueran premunidos “ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento.”[2]

Son los que van de camino, los viajeros, a veces sacerdotes, levitas, algún samaritano, los discípulos o el mismo Jesús, como cuando les acompañó de incógnito por el camino de Emaús y ellos después “se decían el uno al otro: ¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?”[3]

En una de sus enseñanzas hizo un relato en forma de parábola, refiriéndose a un camino. Es la Parábola del Sembrador. Cuenta que una semilla tirada por el labrador, cayó junto al camino, pero vinieron las aves y se la comieron.[4] Después Él explicó el significado de esa imagen: “Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Este es el que fue sembrado junto al camino.”[5] Hay corazones humanos que son como caminos, porque cuando una verdad es sembrada en ellos, no hace mucha raíz y luego viene otro con otras ideas y pisotea esa verdad para poner la suya[6]. Es el corazón de alguien que no tiene convicciones. En el caso de la vida espiritual, es una persona que tiene muy poca fe.

Pero en verdad, todos, en algún momento de la vida, podemos presentar un corazón parecido a un camino porque no profundizamos la Verdad y permitimos que cualquier idea extraña nos entusiasme, negando la anterior. Para poder asentarnos en la fe cristiana, necesitamos que ese corazón endurecido por ripio y el persistente pasaje de ideas ajenas, sea excavado, removido y abonado para llegar a ser una buena tierra. Un corazón dispuesto a la fe en Jesús es aquél en que germinará la buena semilla de la Palabra de Dios y hará vida en él.

La gente seguía a Jesús porque a juicio de ellos él enseñaba el “camino de Dios”[7] Antes de su muerte, el Maestro dijo a sus discípulos que ellos sabían perfectamente a dónde se dirigía él y cual era el camino. Tomás, siempre muy racional, le cuestionó: “no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” Fue entonces que Jesús pronunció esa frase memorable, que es uno de los pilares de nuestra fe cristiana: “Yo soy el CAMINO, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.”[8]
 



[1] Mateo 7:13,14
[2] Mateo 10:10
[3] Lucas 24:32
[4] Mateo 13:4
[5] Mateo 13:19
[6] Lucas 8:5
[7] Lucas 20:21
[8] Juan 14:4-6